Texto de Pablo Cuvi ///
Fotos de Pablo Cuvi y Latin America’s 50 Best Restaurants 2015 ///
Solo empezar a leer el menú ya te marea: jícama asada con sofrito de costilla y oreja de cerdo; crujiente de codorniz guisada con pisto y pistache; queso de foie gras con vinagreta de piña y varitas de caña fermentadas; gazpacho verde de alguna otra exótica hierba mexicana, con trucha y huevas de salmón, en pleno maridaje con un Château La Grande Métairie 13, de Bordeaux. Y así por el estilo hasta llegar a un venado con cítricos y nogada garrapiñada que viene acompañado por un amontillado del Príncipe Marqués del Real Tesoro que sorprende gratamente a Titina, la uruguaya del grupo, experta en vinos.
¿Que dónde estamos? Pues en Ciudad de México, en el Biko, uno de los mejores restaurantes de América Latina, que hunde sus raíces en la sabiduría del famoso vasco Arzak, pues con él aprendieron sus dueños, Mikel Alonso, el de Canal Gourmet, y Bruno Oteiza, a quienes se añade un joven catalán crecido acá, Gerard Bellver, que sale de la cocina a contarnos los detalles íntimos de sus recetas.
Veamos entonces cómo vine a dar en esta mesa de manteles largos con un grupo de especialistas en gastronomía de varios países de América del Sur.
CUESTIÓN DE MESTIZAJE
Clásico pozole del Mercado Roma.
La cocina mexicana es una de las mejores del mundo. Por algo la declararon Patrimonio Intangible de la Humanidad, tema abstracto que se vuelve muy tangible y masticable cuando uno se dedica a visitar sus mercados y restaurantes. Para quienes venimos de un país andino como el Ecuador, algunos ingredientes básicos generan una conexión inmediata y profunda, empezando por el maíz de las tortillas, el chocolate del mole, el aguacate del guacamole y el ají o chile picante. La lista se alarga si añadimos los tamales y toda la gama de alimentos envueltos en hojas, antes de pasar a los productos que trajeron los españoles, donde el cerdo ocupa el primer lugar.
Por ello, que a uno lo inviten a comer y conversar en México tiene un aroma familiar, sí, pero la curiosidad va en aumento pues se trata de los restaurantes de vanguardia, aquellos dedicados a experimentar y descubrir nuevos sabores y combinaciones al tiempo que reincorporan hierbas, frutos e insectos que se remontan a la sofisticada mesa de Moctezuma. O fusionan la cocina vasca con la mexicana, como el mentado Biko, uno de los más destacados en la lista de los 50 Mejores Restaurantes de América Latina, firma que organiza el evento.
Ruth Reichel, famosa crítica gastronómica de revistas y grandes diarios de Estados Unidos, y una de las invitadas a este encuentro, dice que la televisión gastronómica ha generado un cambio enorme en la percepción y apreciación de la comida, sobre todo en su país. Añade que cuando empezó como crítica, en los años setenta, los chefs andaban metidos por la cocina y no tenían mayor glamur, pero que ahora son unos grandes comunicadores y hasta se convierten en celebridades.
Tiene razón: si en México resalta el nombre de Enrique Olvera, cuya foto asoma hasta en los postes del barrio de Polanco, por cuestión de vecindad yo pienso en Gastón Acurio, que también anda por aquí y cuyo Astrid & Gastón quedará tercero entre los 50 Mejores. Solo un formidable comunicador como él podía haber posicionado a la cocina peruana entre las mejores del mundo en poco más de veinte años de trabajo. Además, ha creado escuela porque el restaurante Central, de Virgilio Martínez, quien fuera el chef principal de Astrid & Gastón en Madrid y Bogotá, obtendrá el máximo galardón por segundo año consecutivo. Por si fuera poco para los limeños, quinto quedará Maido, donde ejerce su arte culinario Mitsuharu Tsumara, quien fusiona la comida nikkei con la brisa marina de Miraflores.
Por su trayectoria, el premio Diners Club será para el mentado Olvera, chef de Pujol que ha recuperado técnicas y productos ancestrales de su tierra, colaborando muchísimo a la difusión internacional de la cocina mexicana experimental con libros como En la milpa y Mexico from the Inside Out, además de impulsar con decisión los encuentros gastronómicos que organizan Mesamérica y el Colectivo Mexicano de Cocina.
El chile en nogada se sirve en fiestas patrias.
DE LOS AZTECAS A QUINTONIL
Hagamos, en este relato, un corte cinematográfico a las pirámides de Teotihuacán, adonde hemos llegado bajo la palabra de César, un guía moreno y rellenito que domina la historia de su país, de modo que en el trayecto nos entretuvo con la tragedia de Maximiliano y Carlota, esos príncipes fallidos, como lo que quería García Moreno para el Ecuador.
Es una mañana soleada, pero un vientecillo frío recorre las piedras milenarias y obliga a ponerse algo encima, como en las montañas andinas.
Cuando los aztecas se apropiaron de este impresionante conjunto arquitectónico levantado por una civilización desaparecida siglos atrás, hicieron lo que hacen los caudillos populistas al subir al poder: se crearon un pasado mítico ad hoc pues afirmaron que ‘Aquí nacen los dioses’. O sea, sus dioses. O sea, ellos. Como los incas, que se consideraban Hijos del Sol.
Recorremos salas, patios y aposentos donde aún persisten algunas atractivas y coloridas pinturas murales. Nos sorprende el sistema hídrico, los muros recubiertos y los oscuros pasadizos que finalmente desembocan en la gran explanada o Calzada de los Muertos. En su época de esplendor, aquí llegaron a vivir más de cien mil personas, al pie de estas construcciones monumentales que lucen taludes, descansos e imponentes escalinatas.
Ascendemos hasta donde es permitido en la pirámide de la Luna. Desde la gran terraza se disfruta de una vista espectacular del conjunto de Tenochtitlán, que remata en la pirámide del Sol, con vegetación alrededor y unas colinas difuminadas por la bruma del fondo.
Uno debería tomarse más tiempo y menos turistas para tratar de imaginar y respirar el aire de sus antiguos habitantes, pero antes de darnos cuenta ya estamos en el típico paradero para hacer compras de artesanía, donde lo más notable viene a ser la pareja de perros sin pelo, negros y puntiagudos, que eran comestibles desde aquí hasta nuestra península de Santa Elena, donde aliviaron el hambre de los españoles, que no le hacían fiero a nada.
En cuanto a artesanías, mucho más interesante es, al día siguiente, la visita al popular mercado de La Ciudadela, donde me siento en un banquito de juguete a charlar con la señora que vende liencillos bordados de Oaxaca, plenos de animales y flores, así como unas latas pintadas y envejecidas con óxido, que remedan a los viejos ‘milagros’ dedicados a la Virgen. El colorido y variedad de las artesanías, las máscaras y las calacas para la próxima fiesta de los muertos, el bullicio y el regateo, ese ambiente de tianguez es una súbita inmersión en la cultura popular que hunde sus raíces en el mundo indígena.
Pasar de aquí al Quintonil de Polanco, el restaurante mexicano mejor ubicado de los 50 de este año, representa un salto, sí, pero no un salto mortal pues el chef Jorge Vallejo mantiene un pie en la tradición y recupera, en su huerto, granos y hierbas ancestrales en plena onda de servir ingredientes frescos y de temporada. Dicho así suena simple, pero el momento en que empieza la cena, en un local demasiado discreto para su estatus y con un muro de plástico al fondo, todo se centra donde debe ser y donde se luce el chef: en el paladar. Un coctel de mezcal con sal del gusano del maguey untada en el borde del vaso nos alista para el cebiche de nogal con salicornia (sí, en México también preparan cebiches, pero Vallejo recurre a la salicornia que es una hierba salada que crece en aguas salinas, a orilla del mar), seguida por quelites prehispánicos, combinados con queso de Michoacán.
Otro sorbo de un Laureatus Albariño y damos trámite a las sardinas en salsa verde, encendida por el chile serrano. Luego vendrán cangrejos del Golfo y esos huevos de hormiga llamados escamoles.
Cuando Vallejo sale a despedirnos, comento que todo estuvo perfecto menos una cosa. Deja de sonreír y para las orejas. “Pon un muro verde en lugar de ese plástico”, le digo. Que lo ha intentado tres años, pero que no prende, confiesa. Ya prenderá, como en el lobby del Hyatt, donde estamos alojados, frente al bosque de Chapultepec.
En el Sud 777, la sencillez natural de los ingredientes es signo de sofisticación.
LA ONDA NATURALISTA
Otra estrella de la mesa redonda que tiene lugar en el célebre Museo de Antropología, cerca del hotel, es la periodista argentina Soledad Barruti, que tiene cabellos, botas y andares de modelo o presentadora más que de la temible investigadora que en realidad es la autora de Malcomidos, un libro impactante que denuncia el uso de transgénicos, empezando por la soya que ocupa el 60% del suelo cultivable de su país.
Cuando le preguntan por qué no rescata a las frutas y verduras cuando habla de buena alimentación, responde que “el uso de agroquímicos es bestial” y eso lo ha visto en Brasil, Bolivia y México. Agrega que en Xochimilco es horroroso lo que está pasando: “aunque unos pocos están produciendo orgánico, la mayoría está produciendo semillas híbridas que son una porquería”. Los malos de esta película de terror tienen nombre: Monsanto, Dow Chemical, Syngenta.
¿Suena raro que se aborden temas de denuncia y debate social en una reunión dedicada en apariencia a las exquisiteces del paladar? Pues no, porque los chefs tienen claro que es vital su relación con la Madre Naturaleza. Y una de las visitas programadas es precisamente a los canales de Xochimilco, donde algunos restaurantes de postín como el Kaah Siis, que en maya quiere decir Casa de los Vientos, se aprovisionan de hierbas y frutos frescos como Dios manda, o mandaba, sin manipulaciones genéticas.
El pope de la tendencia naturalista que ha revolucionado la cocina contemporánea también participa en el debate: me refiero al chef francés Michel Bras, cuyo legendario gargouillou de jeunes légumes luce más de 50 vegetales de estación que son una fiesta para los ojos. En el summum de la delicadeza, uno de sus seguidores recoge hasta el rocío del huerto para añadirlo al plato. Más frescura, imposible.
“Imposible c’est pas française”, decía Napoleón, y se cargaba 50 000 soldados. Menos mal que Bras se halla en las antípodas. “Cocinar puede cualquiera, pero ser cocinero es un estado de conciencia —dice en la mesa redonda—. Es una puesta en escena de nuestra forma de vida, de nuestra tierra. Hablo de una cocina que apunte mas al corazón que a la cabeza”. Y se ve que ha logrado ir más allá de la severa y cartesiana lógica de sus compatriotas pues su restaurante de Leguiole ostenta tres estrellas de la guía Michelin desde 1999.
La presentación en el Biko es todo un arte.
LOS MURALES Y LOS PREMIOS
Para palpar la tierra que nos hospeda damos una vuelta por el Zócalo, corazón de Ciudad de México donde siempre hay gente vendiendo, comprando, comiendo, cantando o protestando contra alguna medida política. De acuerdo, a un quiteño estas iglesias no le añaden mucho; en cambio, los murales de Diego Rivera, que narran la historia del país en las paredes del Palacio Presidencial lucen tan imponentes y conmovedores como la primera vez porque en estas escenas delineadas con mano maestra cuajó la estética muralista de la Revolución mexicana que se expandió por América Latina. La brutal Conquista, los tormentos de la Inquisición, la insurrección campesina, Carlos Marx, Frida y su hermana (amantes ambas del Sapo, quien no se andaba por las ramas), sin olvidar a los capitalistas malignos, todo brilla y bulle sobre el descanso de la escalera principal.
De yapa, en la parte alta del antiguo convento de San Ildefonso, donde anuncian los 50 Best de América Latina, motivo central de este viaje, se hallan otros espléndidos frescos de José Clemente Orozco, quien fuera maestro del joven Guayasamín. Nadie los ve porque abajo, en el patio central, en medio de luces, parlantes y pantallas, ha empezado la lectura de la lista y los aplausos. A diferencia de la escena culinaria europea, más dispersa, es notoria la concentración de los mejores restaurantes contemporáneos en las grandes ciudades: Buenos Aires, São Paulo, el DF y Lima, la gran ganadora.
En la misma línea obtiene el reconocimiento de sus colegas el chileno Rodolfo Guzmán, cuyo restaurante santiaguino Boragó ha ascendido hasta el segundo lugar. Con él, la relegada cocina de Chile, tan rica en vinos y mariscos pero no tanto en recetas, empieza a sacar la nariz, mientras la gastronomía anfitriona queda muy bien representada con Quintonil (sexto), Biko (noveno) y Pujol (décimo).
Sí, resulta muy apropiado rematar esta gira golosa en el Azul Histórico, ubicado, como corresponde, en el tumultuoso centro de la capital. De modo que coincidimos a la mesa, y a la frágil sombra de uno de los arbolitos del patio, periodistas de Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, México y un servidor que unta en la tostada de maíz crocante un verde y espumoso guacamole con chapulines rojizos, esos insectos salados y con un gustillo cítrico.
Son un abrebocas óptimo para las enchiladas de mole negro, cuyo oscuro y espeso chocolate será contrastado a su vez por el luminoso y colorido chile en nogada, plato clásico de las fiestas patrias (que acaban de pasar) pues combina los colores de la bandera mexicana: el verde del chile con el blanco de la salsa de queso y el rojo de la jugosa granada. Toca entonces elevar el vaso de cerveza negra artesanal y amarga y mandarse un entusiasta ¡viva México! al estilo de Jorge Negrete antes de pasar a los postres.