Querido papá.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración: Maggiorini.

Edición 432 – mayo 2018.

QueridoPapa

No sé exactamente hace cuánto tiempo que no estás porque se siente como siglos. El tiempo desde que te moriste no es esa cosa que mide el paso de los días, sino su daño. Y todavía es mucho, muchísimo. Desde que te moriste ha habido dos divorcios y ningún nacimiento: tu raza está rota, tiene miedo de reproducirse. Mamá mandó a podar tu árbol porque estaba podrido. La perra sigue viva y sigue buscándote por la casa. La nieta ya es una adulta hermosísima. Algunos de tus amigos siguen llamando a la casa, dicen que para saludar, pero creo que es con el pensamiento mágico de que les contestes tú, de que los hagas reír con la broma total de que no estabas muerto. Los chicos han decidido especializarse y se han apuntado a doctorados y másteres. El mayor por fin será doctor. Eso te habría encantado: tu cara habría brillado en la entrega del título como la del dios sol. Aquella frase que decías de “tu abuelo estaría orgulloso” la usamos contigo: “tu papá estaría orgulloso”. Ahora eres un condicional y qué doloroso puede ser a veces un condicional. Me mata que no veas lo que nos está pasando si todo lo que nos está pasando lo hemos hecho buscando tu aprobación. Lo que hicimos toda la vida fue buscar que nos quisieras, si te odiábamos era porque te adorábamos y, ahora, en verdad, no sabemos qué diablos hacer. Esta Navidad jugamos con una aplicación del teléfono que te cambia al sexo opuesto, a mayor, a niño. Los tres resultamos exacta y sobrenaturalmente iguales a ti. Te hubieras reído de ver al mayor convertido en ti, al pequeño convertido en ti y a la niña convertida en ti. Tengo hasta tus mismas tres rayas en la frente, como arañazos de bestia, de tanto fruncir el ceño. La vida tampoco me gusta, papá, no sé qué es lo que quiero, papá, pero esto no. Un día que llegábamos a la playa todos juntos, le dije al pequeño que qué suerte que estuvieras muerto. Pensaba en las peleas que tendríamos, pensaba en los portazos, en mi deseo de no volver más a tu país para no volver a tu crueldad, en las veces que me regresé al otro lado del mundo sin despedirme de ti. Ahora tengo herramientas, ahora soy adulta, ahora no me dejo. Sería insoportable, papá, que estuvieras vivo. Dos adultos que no se caen bien, pero que tienen que estar juntos. Mantener la incuestionable sostenibilidad de la familia cuando lo único que quieres es matar al otro. Eso es la familia, ¿no? Y peor aún: querer por sobre todas las cosas que te quieran y no conseguirlo. Ese horror de “te quiero pero no me gustas”. Llevo varios años llevándome extraordinariamente bien contigo. Coinciden con los años que llevas muerto. Me gustas mucho ahora, cuando ya no está tu lengua espantosa, tu furia de niño malcriado, arrebatándome a cada rato tus maravillas, tu sentido del humor, tu ingenio, tu dulzura con los animales, tu manera brillante de ver metáforas en el mundo, tu música, tu capacidad de fascinarte con los inventos, tus cosas lindas, pues, que casi nunca vi porque siempre estaba cegada de ira contra tus otras cosas, tus horribles otras cosas. Publiqué un libro, papá. El primero en esta tierra a la que vine casi como un conquistador del siglo XV, con una mano detrás y otra delante, huérfana de referencias y contactos, esta tierra agreste, recóndita, peligrosa a la que me enfrenté con la paciencia y la fiereza de un animal cazador. Quería demostrarte que podía y no hay nada que insufle más valor en una hija de padre jodido que eso. Publiqué ese libro porque estás muerto; si siguieras vivo, no habría sido capaz de soportar tu reacción ante su lectura. Dirías que es indecente, que es sacrílego, que es ordinario o no dirías nada y me romperías el corazón —otra vez— como un vidrio barato. Publiqué el libro, que no tiene dedicatoria, para ti, para mi papá muerto. Al papá vivo le hubiera avergonzado, pero el que eres ahora es grande y entiende. No tienes que decirme nada, sé que estás orgullosísimo de mí, así, en presente y no en condicional, porque el papá que ha quedado tiene todas tus generosidades y ninguna de tus anomalías, porque la muerte borró tus traumas, tu obsesión por tener la razón. Porque ya no tienes que demostrar autoridad sino nada más amor. La dedicatoria invisible de mi libro es: A mi papá muerto, que por fin me entiende. Te quiero cada día con todo mi corazón. Cada día. Con todo mi corazón. Tu hija.

¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo