Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración María José Mesías.
Edición 424 – septiembre 2017.
Tengo 41 años y ahora estoy escribiendo esta columna para la revista Mundo Diners. Soy la misma persona que cada mes la escribe a partir de mi bagaje particular. No he vivido más que mi propia vida y a esta vida la entiendo a partir de mi subjetividad. Esa subjetividad ha ido modelándose y variando, pero hay una línea de continuidad que perdura. Somos una misma persona toda la vida, algo permanece y nos hace ser quien somos a pesar de las variantes circunstancias.
Seguramente se preguntarán ustedes a dónde voy con toda esta divagación. Pues bien, piensen en lo siguiente: ¿qué pasaría si mañana usted o yo perdemos nuestra memoria por algún evento catastrófico? ¿Quiénes seríamos entonces? ¿En qué queda el ser humano cuando es incapaz de reconocer su pasado y contarlo?
Soy un ser humano —cualquier ser humano— que ha coleccionado un universo de memorias, unas que quedaron archivadas en algún cajón doble del inconsciente y otras que están pululando en lugares menos inaccesibles esperando que de cuando en cuando las visite. Unas son felices, otras tediosas y grises, otras están cargadas de dolor. Los recuerdos, mis recuerdos y sus recuerdos, no son una recolección objetiva de los hechos, más bien están teñidos con el color de los propios sentimientos acerca del momento vivido y han ido matizándose al calor de los nuevos días y de la perspectiva con la que los miramos cada vez que volvemos a recrear el recuerdo. Además, en ese menjurje de memorias y en cómo las contamos interviene la creatividad y nuestra inclinación natural a privilegiar unas cosas por sobre otras. Somos expertos en los énfasis, los matices y las omisiones. Así somos los humanos, falibles en nuestra interacción con el paso del tiempo.
Cargamos memorias de experiencias vividas, historias imaginadas, pensamientos, ideas, errores y aprendizajes. Todo hilvanado por un hilo conductor que va concatenando lo inconexo y que nos dice: esta es la historia de tu vida con un inicio, un claro devenir y quizá un desenlace. Esa es la versión de mí que me cuento a mí misma y la que le cuento a los otros. Un relato repleto de actores que han tenido roles estelares y secundarios y una protagonista que se ha modelado con base en las diferentes escenas y giros de la historia que le ha tocado vivir.
He ido tejiendo mi historia al igual que ustedes han ido tejiendo la suya. Porque a la larga eso somos los seres humanos: seres que cocinamos cuentos a partir de los eventos en nuestra vida para darnos forma y razón, para dar sentido a eventos incomprensibles y aislados. Somos narrativa y nos fabricamos literariamente, como personajes extraídos de alguna novela de ficción porque así es como está fabricada nuestra fibra más íntima. Esa es la materia prima de nuestra subjetividad que nos demanda cierta coherencia y que tiene como objetivo responder a la pregunta de por qué somos como somos. Así perdura nuestra conciencia en el tiempo y moldeamos una relativa continuidad a pesar de los cambios que sufrimos. Es justamente porque nuestra narrativa es maleable y se ajusta a los avatares de las circunstancias.
En suma somos experiencias vividas y reconstruidas, derruidas, contadas y vueltas a contar. Por eso mismo resulta devastador que esa capacidad de construirnos a partir de relatos personales nos sea arrebatada por enfermedades o accidentes que destruyen ciertas habilidades cognitivas. La filosofía ha centrado en la memoria la capacidad de darle continuidad a nuestra identidad, por eso cabe la pregunta: si esta desaparece, ¿en qué quedamos?
Pensemos en los enfermos de Alzheimer y en cómo, poco a poco, día a día, van dejando de ser las personas que eran hasta que llega el momento en que finalmente no se reconocen a sí mismas ni a la historia que comparten con sus seres queridos. Es porque la enfermedad de Alzheimer les arrebata la capacidad cognitiva de reconocerse y reconocer el entorno.
Algunos estudios médicos intentan una respuesta a la perplejidad de los enfermos y sus familias frente a este progresivo desaparecimiento de la persona: han encontrado que las memorias efectivamente se van; sin embargo, hay algo que perdura. La psicóloga Deborah Zaitchik dice que lo que se mantiene es el carácter moral y la posibilidad de razonar acerca de este. Una habilidad que también, dice ella, es central para los seres humanos. Entonces, quizá, cuando ya no queda recuerdo alguno, al menos mantenemos nuestra madera moral. Pequeña esperanza ante aquel panorama de oscuridad