Hace 75 años nació la universidad privada en el país


Se cumplen tres cuartos de siglo de cuando un grupo ciudadano y el presidente Velasco Ibarra dieron los pasos para crear lo que hoy es la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.

Construida a inicios de la década de 1940, esta elegante mansión fue concebida dentro de una época en la que se levantaban docenas de construcciones similares en la vecina zona del barrio Mariscal Sucre. Su propietaria original fue la señorita Leonor Heredia Bustamante, conocida filántropa de la ciudad a la que le interesaban especialmente los temas educativos, y por ello fue una de las mayores benefactoras del cercano Colegio Santo Domingo de Guzmán. Alrededor de 1945 Leonor Heredia arrendó el inmueble a la Zona Militar pero; en 1954, y fiel a su causa de apoyar la educación, la propietaria decidió donar el inmueble y los terrenos colindantes hacia el norte a la Compañía de Jesús para que se levantara el nuevo campus de la Universidad Católica del Ecuador, fundada apenas ocho años antes. La mansión fue ocupada entonces por las primeras aulas, laboratorios y algunas oficinas administrativas que de a poco comenzaron a salir de las diferentes sedes que mantenía la institución en el Centro Histórico, para congregarse en este lugar. Fotografías: Cortesía.

El 4 de noviembre de 1946 se inauguró, en una casa de las de patio y traspatio del centro histórico de Quito, el primer curso de Jurisprudencia de una naciente y aún vacilante primera universidad privada del Ecuador, una universidad que se definió por su credo y que hoy se conoce como la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

Su nacimiento se había dado en circunstancias muy curiosas: la situación de la educación desde la Revolución Liberal no daba esperanzas ni siquiera para tener escuelas y colegios católicos con cierta autonomía, menos para crear una universidad. Sin embargo, unos cuantos políticos católicos aprovecharon una coyuntura favorable para lograr el decreto clave que permitiera crear la primera universidad no estatal.

Era el Gobierno de José María Velasco Ibarra, quien había asumido el mando el 31 de mayo de 1944, traído por una revolución, La Gloriosa, que tres días antes echó de la presidencia a Arroyo del Río. Las cosas, sin embargo, no habían ido bien: los organismos creados por la Constitución, promulgada el 5 de marzo de 1945 y elaborada por la Asamblea Constituyente convocada por Velasco el mismo día que tomó el mando, se habían convertido en trabas para la marcha del Gobierno. ¿Cuántas veces no pasaría eso en la historia del Ecuador? Las pequeñas parcelas del poder se vuelven feudos desde los que se ponen palos en las ruedas del Ejecutivo. Son los cálculos mezquinos de los partidos. Cuando no era el Tribunal de Garantías Constitucionales era la Comisión Legislativa Permanente la que dificultaba la acción del Gobierno. Uno sabe cómo comienzan esas polémicas, pero no cómo terminan: la gota que derramó el vaso fue la reducción de la partida presupuestaria de la Presidencia de la República de catorce millones de sucres a un millón, que Velasco Ibarra recibió como “una ofensa directa y un verdadero desafío”. Decidió que era lo último que aguantaba y dio un golpe de Estado, desconociendo el orden constitucional. Aquello sucedió el sábado 30 de marzo de 1946.

Y la historia viene a cuento porque ese golpe de Estado va a ser la causa de los acontecimientos que desembocaron en la creación de la universidad. Como narra Luis Alfonso Ortiz Bilbao, mi padre, testigo de primera mano de los sucesos, “desde el día siguiente de tan grave medida, ocurrieron en todo el país diversas manifestaciones a favor y en contra de ella, siendo la más estridente la de algunos estudiantes universitarios de la Central, que comprendían que se les escapaba su Constitución, la del 5 de marzo de 1945”. La universidad funcionaba entonces en el local del actual Centro Cultural Metropolitano. “Y el día lunes 1 de abril, cuando el Presidente Velasco Ibarra se dirigía a la Casa Presidencial, le insultaron y arrojaron piedras y cáscaras de fruta”.

Ortiz Bilbao publicó hace cuarenta años el testimonio personal de cómo fueron los hechos.[1] Le cedo la palabra. “Momentos después llegaba al despacho presidencial, como de costumbre, el ministro del Tesoro, Enrique Arízaga Toral, que los lunes consultaba con el Presidente de la República diversos asuntos relacionados con su cartera. Al encontrarle todavía demudado y colérico por los ultrajes que se le acababan de irrogar, no pudo por menos que comenzar expresándole su adhesión y su protesta”.

En la conversación Arízaga deploró lo mal que marchaban las universidades estatales, monopolizadas ya por “una izquierda comunistoide” que las estaba llevando “a una verdadera catástrofe”. Le dijo que eso no ocurría, por ejemplo, en Colombia, “donde había universidades particulares, como la Javeriana, que daba a sus alumnos una selecta formación integral y era una verdadera fortaleza de la fe, de la ciencia y del patriotismo”.

“Casi interrumpiéndole, el Dr. Velasco Ibarra le preguntó si, en su concepto, no sería posible que en el Ecuador un grupo de personas autorizadas tomara sobre sí la tarea de fundar y sostener una universidad particular. De ser así, le afirmó rotundamente, él la autorizaría sin tardanza, con tanta mayor razón cuanto que, dado el régimen de facto en que había entrado el país, ya no sería necesario contar con ningún organismo legislativo, en el que, indudablemente, dado el sectarismo cerril de algunos grupos y personas, se pondrían obstáculos y se armarían los consabidos escándalos, acusándole al Gobierno de entregarse al fanatismo derechista”, dice el relato.

“Enrique Arízaga le contestó que, a su entender, si se contaba con la buena voluntad del Gobierno, podría organizarse un grupo promotor a este efecto, para lo cual, conocido su patriótico criterio, él podría empezar a dar los pasos necesarios, a lo que el Presidente le contestó tajantemente: ‘Hágalo, señor ministro, hágalo cuanto antes, y sírvase mantenerme informado de sus gestiones’”. Mi padre dice, con razón: “En ese momento, nació la Universidad Católica”.

Concluida su reunión con el presidente, Arízaga cruzó al Palacio Arzobispal, donde solicitó ser recibido con urgencia por el entonces arzobispo de Quito, monseñor Carlos María de la Torre, a quien comunicó la oportunidad que se había abierto. El prelado no pudo contener su alegría, se levantó y abrazó al ministro Arízaga y le encargó que se trasladara, sin pérdida de tiempo, donde el Dr. Julio Tobar Donoso para informarle sobre lo ocurrido y que le pidiera, a su nombre, dar los pasos necesarios.

Tobar Donoso, a su vez, se entrevistó de inmediato con el P. Aurelio Espinosa Pólit S. J., el humanista jesuita que vivía en Cotocollao, y decidieron preparar un proyecto de decreto que autorizara, en general, la fundación de universidades particulares, como primer paso para lo que pudiera hacerse después.

A los pocos días, Tobar Donoso y el P. Espinosa Pólit llevaron el proyecto de decreto al Ministerio del Tesoro. “Inmediatamente, el ministro Arízaga llamó al subsecretario, licenciado José María Avilés Mosquera, de su entera confianza, y entre los cuatro, en ese mismo instante”, le dieron una primera lectura e introdujeron algunas modificaciones.

Autoridades con alumnos en la Fundación Universidad Católica, 1946.

Siguieron días de minucioso análisis y, cuatro días después, el grupo dio forma definitiva al proyecto, que el propio ministro Arízaga Toral llevó al presidente Velasco Ibarra. Este lo leyó, hizo venir de inmediato al Dr. Marco Tulio González, “ministro en ese entonces de Educación, y le entregó personalmente el proyecto, recomendándolo estudiarlo y tramitarlo de inmediato como cuestión de suma importancia”.

El Dr. Velasco Ibarra firmó el instrumento legal el 2 de julio de 1946: fue un decreto ley con el número 1228, publicado en el Registro Oficial del 8 de ese mes y año.

En el ínterin, el 13 de abril de 1946, Velasco Ibarra había convocado a elecciones para una nueva Asamblea Constituyente. Aquellas elecciones se realizaron con entusiasmo, la izquierda decidió boicotearlas y muchos candidatos de derecha ganaron las curules, entre ellos Ortiz Bilbao. Y ello importa por lo que se verá.

Con el decreto ley n.o 1228, pudo formalizarse la constitución de la Junta Promotora de la Universidad Católica Ecuatoriana, compuesta por las cuatro personas que habían venido trabajando (Arízaga, Tobar, Espinosa Pólit y Avilés Mosquera), a quienes se unieron el entonces alcalde de Quito, Jacinto Jijón y Caamaño, y el Dr. Mariano Suárez Veintimilla, bajo la presidencia del arzobispo de Quito. Esta junta trabajó intensamente y presentó a la aprobación del Ejecutivo los Estatutos de la Universidad que, con leves modificaciones, fueron aprobados por el Ministerio de Educación mediante acuerdo n.o 1174, de 6 de agosto de 1946, firmado por el ministro González y el subsecretario, Luis Pallares Zaldumbide.

Tal como lo preveían los estatutos aprobados, la junta promotora se transformó en Cuerpo Gubernativo de la Universidad Católica del Ecuador y empezó a trabajar en los aspectos organizativos.

Un obstáculo adicional

Pero había un obstáculo inesperado a vencer. En la autorización de la creación de las universidades particulares se había dispuesto que debían depender de la Universidad Central. Esta condición, introducida por funcionarios del Ministerio de Educación, era “realmente humillante” para la nueva universidad, como expresó en la primera sesión del Cuerpo Gubernativo el P. Espinosa Pólit.

El organismo resolvió comisionar al ministro Arízaga Toral para que hablara con uno de los asambleístas constituyentes para intentar que la Asamblea dictase un decreto liberando a la nueva universidad de la dependencia de la Central y permitiéndole responder directamente al Ministerio de Educación, “tal como actualmente ocurre con los colegios particulares”.

En efecto, desde la implantación del laicismo, se había obligado a los alumnos de los colegios particulares a sujetarse en todo a los oficiales: los programas de las asignaturas eran aprobados en ellos y con frecuencia cambiados a su antojo; los alumnos debían acudir a ellos a rendir los exámenes; sus calificaciones las recibían de los profesores fiscales. Como dice Ortiz Bilbao en su artículo, él vivió en carne propia esta “injusta, desleal, repugnante opresión”. Pero había sido precisamente el Dr. Velasco Ibarra quien había liberado de esta dependencia a la enseñanza secundaria particular, así que resultaba contradictorio imponerlo a las nuevas universidades.

Alumnos fundadores de la Universidad Católica, 1946.

Lo cierto es que Arízaga habló con el asambleísta Ortiz Bilbao, pues no solo que eran excelentes amigos, sino que estaban vinculados por parentesco político, y le pidió encauzar la reforma del decreto ley, que redactaron entre los dos.

Aunque no era tan fácil la tarea —ninguna lo es en un cuerpo legislativo—, Ortiz Bilbao se empleó a fondo, “con mucha cautela y diligencia, para que los más desconfiados colegas de la Asamblea no vieran en la reforma el advenimiento inminente del Estado Confesional”. Al fin, logró su cometido: el 1 de octubre la Asamblea dispuso que las universidades particulares pudieran elaborar sus propios programas, que los exámenes de fin de curso y los grados se rindieran en su local sin más que un delegado del Ministerio de Educación y ante tribunales integrados con miembros designados por ellas; que los títulos fueran expedidos por dichas universidades y refrendados por el Ministerio de Educación, y que su validez sería la misma que la de los títulos oficiales.

Parece que estamos condenados a repetir la historia. ¿No se oye hoy el eco de estas luchas por la libertad, cuando se ha buscado liberar a las universidades particulares de la coyunda impuesta por el correísmo? ¿No se dio al Consejo de Educación Superior un poder descomunal para aprobar programas, carreras, posgrados, especializaciones y controlar como un segundo SRI las finanzas de las universidades supuestamente para perseguir el lucro?

Hace 75 años, los detalles organizativos continuaron. Se buscó un local, se designaron los profesores y empleados, se consiguieron los fondos, se señaló la fecha de inauguración, etc., y así se llegó a ese 4 de noviembre en que se iniciaron las clases del primer curso de la Facultad de Jurisprudencia.

A lo largo de los años, Ortiz Bilbao se extrañaba del silencio que en los sucesivos aniversarios de la PUCE se mantenía en torno a los que, como lo muestra en su relato, fueron “los verdaderos, indiscutibles creadores de la Católica: Enrique Arízaga Toral y José María Velasco Ibarra”. Por eso, escribió su artículo hace treinta años, para poner en valor la actuación del primero, como inspirador de la idea, y del segundo, como ejecutor. Por supuesto que el P. Aurelio Espinosa, el Dr. Tobar Donoso y el arzobispo De la Torre, luego cardenal, tuvieron principalísimo papel. Pero, “sin restar mérito alguno a los demás colaboradores, preciso es admitir que todos ellos aparecen, cronológicamente, en segundo lugar, cuando ya el camino estuvo abierto por Enrique Arízaga y el Dr. Velasco Ibarra”, concluía, haciendo votos para que no se los ocultara en los actos conmemorativos.

  1. Revista de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Año XVIII, n.o 53, abril de 1990, pp. 25-34.
¿Te resultó interesante este contenido?
Comparte este artículo
WhatsApp
Facebook
Twitter
LinkedIn
Email

Más artículos de la edición actual

Recibe contenido exclusivo de Revista Mundo Diners en tu correo