Por Jorge Ortiz.
Algo está clarísimo en la época actual (como, sin duda, lo asegurará la inmensa mayoría de los seres humanos contemporáneos): la única ley que impera en el mundo es la ley de la selva. Sí, el más fuerte manda, y manda por la fuerza. Por eso hay tantas guerras, de crueldad creciente, de las que emanan escenas agobiantes de muertos, heridos y desposeídos. A las víctimas, incluidos niños y ancianos, se los ve cada día en la televisión, con el fondo de unos relatos periodísticos desgarradores sobre devastaciones de espanto y abusos abominables. Todo eso es evidente. Todo, excepto una cosa: ¿la única ley que impera en el mundo es, en verdad, la ley de la selva?
Contrariando la percepción de la inmensa mayoría de los seres humanos contemporáneos, las cifras revelan que nunca en la historia de la especie humana (unos ciento treinta siglos, de los que existen registros fiables) este planeta ha vivido una época, como la actual, con menos guerras y enfrentamientos. Un dato revelador: desde 1945, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, ningún país independiente ha sido conquistado y borrado de la faz de la Tierra. Lo cual, con los antecedentes históricos a la vista, no es poca cosa. Y no sólo las guerras han menguado en frecuencia, duración e intensidad, sino que las hambrunas en gran escala están casi desaparecidas.
En 2001, al empezar este siglo, hubo en el mundo 56 millones de muertes. De ese total, 310.000 personas murieron en algún conflicto armado. Un número tremendo, qué duda cabe, pero que representa el 0,54 por ciento de los fallecimientos anuales, una cifra muy inferior a la correspondiente a la gran mayoría de los años de todos los siglos previos. Y, por cierto, 2001 no fue un año de armonía y entendimiento. Fue el año de los atentados terroristas en Nueva York y Washington y del comienzo de la guerra en Afganistán. Dicho sea de paso, 520.000 personas murieron ese año por crímenes violentos, es decir el 0,91 por ciento, y 1’260.000 en accidentes de tránsito.
Yuval Noah Harari, un experto en la historia del mundo y en los procesos macrohistóricos, quien se dio el trabajo paciente de recopilar esas cifras, asegura que “la mayoría de la gente no aprecia lo pacífica que es la era en que vivimos”. Lo afirma un experto, con quien coinciden, salvo excepciones, todos los demás expertos. Steven Pinker, por ejemplo, catedrático de la Universidad de Harvard, sostiene —y, claro, lo hace con datos— que “vivimos la época más pacífica y próspera de la historia”, en la que “la gente, a lo largo y ancho del mundo, es más rica, más libre, más educada, tiene más salud, es más tolerante y goza de mayor igualdad que nunca antes”. Nada menos. La ley de la selva no está en vigencia.
El “efecto CNN”
Lo sorprendente es, sin embargo, que la mayoría de la gente está convencida de lo contrario. Un estudio del Instituto Motivaction, difundido a finales de 2016, reveló que el 87 por ciento de la población mundial (algo más de 6.000 de los 7.000 millones de seres humanos contemporáneos) cree que en los últimos veinte años la situación global ha empeorado o, al menos, no ha mejorado. Y, desde luego, detrás del auge nefasto del populismo más estruendoso (desde Donald Trump y los ultranacionalistas europeos hasta Vladímir Putin y los socialistas del siglo 21), se esconde esa percepción tan difundida sobre la marcha torcida del mundo, lo que causa un desasosiego masivo del que se aprovechan los peores demagogos para plantear cambios completos y radicales, que no dejen piedra sobre piedra del viejo régimen.
Y si bien los políticos más ambiciosos e irresponsables exacerban esa percepción negativa, las causas del pesimismo son bastante más complejas y variadas. Se ha llegado a decir, incluso, que la biología humana, resultado de un proceso evolutivo largo y asombroso de al menos cinco millones de años, “no está hecha para la felicidad”. Tal cual. La explicación sería que la especie humana, por estar en desventaja frente a muchas otras especies en tamaño, fuerza, rapidez, agilidad y agresividad, está obligada, para sobrevivir (y, sobre todo, lo estuvo en los primeros milenios de su existencia), a estar siempre alerta y, por lo tanto, a no estar nunca sosegada y satisfecha. Esos genes que mantienen al ser humano intranquilo y en guardia son, también, los que le permitieron crecer, multiplicarse y conquistar la Tierra.
Pero hay más, por supuesto. La humana es la única especie que se prepara consistentemente para el porvenir y trata de anticiparse a él. Y, claro, se atormenta por la incertidumbre. La inquietud por las incógnitas del futuro la llevan a valorar las certezas del pasado. Por eso aquello de “todo tiempo pasado fue mejor”. Y, también por eso, la añoranza de lo que fue es un sentimiento tan difundido: la juventud es, para casi todos, una era dorada, al menos en el recuerdo, aunque, como explican los sicólogos, lo que los seres humanos añoran no es el mundo de su juventud, sino su juventud misma. Sea lo que fuere, esa añoranza les lleva a suponer que, en casi todo, el pasado fue mejor que el presente y, por consiguiente, que la humanidad va por mal camino, rumbo a la perdición.
Las noticias también tienen su parte en ese pesimismo generalizado: cada vez que estalla un tumulto en cualquier rincón del planeta, que empieza una guerra o que un niño se muere por hambre, las cámaras de la CNN y de la BBC captan unas escenas lúgubres y desgarradoras que llevan a pensar de inmediato que la humanidad está yendo de mal en peor. Tan conmovedoras son esas escenas que el mundo se moviliza de inmediato en busca de atenuar o solucionar la situación. Y no siempre las Naciones Unidas llegan a tiempo ni el Programa Mundial de Alimentos lo remedia todo, pero con frecuencia sí lo hacen, como lo demuestran las cifras en declive sobre las víctimas de las guerras, las hambrunas y las epidemias.
Harari menciona otras cifras: “en las sociedades agrícolas, previas a la Revolución Industrial, la violencia causaba alrededor del quince por ciento de todas las muertes, en el siglo XX descendió al cinco por ciento y hoy sólo es responsable del uno por ciento”. Sin embargo, el ‘efecto CNN’ genera una percepción distinta: antes, hasta hace unas pocas décadas, ocurrían unas tragedias de espanto de las que el mundo ni siquiera se enteraba. Cuántas calamidades ocurrieron en África, por ejemplo, desde guerras hasta hambrunas y epidemias, de las que no quedaron registros en ninguna parte. Más aún, del Holocausto, con sus casi seis millones de muertos en pleno centro de Europa y ya en el siglo XX, el mundo se enteró bastante después de sucedido, cuando ya se había consumado y la Segunda Guerra Mundial había terminado. Hoy, con la omnipresencia de las cámaras (empezando por las de todos los teléfonos celulares) el mundo se entera al instante hasta del más mínimo incidente y, claro, se multiplica la suposición de que los horrores son cada vez más frecuentes.
Un poco de historia
Tanto el auge como la caída de los grandes imperios que caracterizaron a los mayores procesos históricos, desde el Sumerio hasta el Tercer Reich alemán, ocurrieron a costa de millones de vidas humanas. El auge significaba conquistas brutales, a sangre y fuego, y la caída duraba decenios de contiendas y saqueos. Incluso el auge del último imperio caído, el soviético, demandó de una cruel guerra civil entre rojos y blancos, de la ocupación por la fuerza y el sojuzgamiento feroz de muchos países (tanto de Europa, desde el Báltico hasta los Balcanes, como de Asia Central), de una hambruna de espanto en el proceso de implantación del socialismo y de una represión política despiadada que en los años tétricos del estalinismo mató a unos treinta millones de personas. Pero, por contraste, la caída del Imperio Soviético fue rápida y casi indolora.
Sí, el Imperio Soviético (y, con él, la viabilidad del sistema socialista) se extinguió sin convulsiones internas masivas y sin haber sido vencido por las armas e invadido. Más aún, cuando colapsó, en 1989, la Unión Soviética seguía teniendo el mayor ejército del mundo, con un arsenal atómico demoledor, y disponía de una alianza política y militar, el Pacto de Varsovia, con la que su invulnerabilidad estaba garantizada. Pero sus dirigentes, con Mikhail Gorbachov por delante, comprendieron que su régimen político y económico tenía corroídas las entrañas y era insostenible. Supieron que el socialismo había fracasado y, por lo tanto, que no tenía sentido aferrarse a un sueño de opio. Y se fueron. No faltaron, es cierto, algunos conflictos étnicos en los Balcanes, el Cáucaso y Asia Central, y ciertos afanes de perpetuación en Rumania y Serbia, pero, en conjunto, hasta entonces nunca un imperio tan enorme y poderoso había desaparecido en tan poco tiempo y con tan poca sangre derramada.
No es el único caso. El Imperio Británico, que al final de la Segunda Guerra Mundial controlaba una cuarta parte del planeta, se esfumó en menos de tres décadas sin que hubieran ocurrido matanzas atroces, ni guerras, ni hambrunas. Alguna resistencia opuso en Kenia y Malasia, pero de la mayoría de sus gigantescas posesiones coloniales, como de la India, se retiró en orden y sin disparar ni un solo tiro, es decir de una manera completamente opuesta a la que había llegado. Y algo parecido podría decirse del Imperio Francés, que de la mayoría de sus colonias se retiró en paz, aunque en Indochina y en Argelia sí dejó en su repliegue un reguero de sangre. ¿Cuándo antes, en la historia humana, los imperios terminaron sin cataclismos como lo hicieron en los últimos setenta años?
En el Oriente Medio, considerado con amplitud como un polvorín siempre a punto de estallar por la intensidad de sus pasiones y sus tensiones, ha habido, en efecto, cinco guerras en estos setenta años, todas ganadas con rapidez por Israel contra las potencias árabes. Pero de la última de ellas, ocurrida en 1982 en el Líbano, ya pasaron 34 años. Por ahora no se vislumbra otro conflicto internacional en esa región, a pesar de que el tema palestino sigue esperando una solución aceptable para todas las partes involucradas. Hay también afanes cruzados y animadversiones milenarias en el mundo musulmán, donde la rivalidad entre sunitas y chiitas sigue —y seguirá— siendo fuente de discordias agrias, como se evidenció entre 1980 y 1988 en la guerra terrible entre Iraq e Irán. Pero sauditas e iraníes, que encabezan las dos grandes ramas del islam, también tienen intereses comunes que los acercan en vez de alejarlos. El precio del petróleo, por ejemplo. Y en el Tercer Mundo, en general, partiendo de África, es previsible que seguirá habiendo guerras civiles, golpes de Estado, escaramuzas internacionales y rivalidades fuertes, pero la tendencia es clara: los conflictos armados, con sus respectivas cifras de muertos, no tienden a aumentar, sino a disminuir.
Males, pero también remedios
La percepción, no obstante, sigue siendo pesimista. Y cada noche, al ver las escenas habituales de la guerra civil siria, millones de personas se afianzan en su idea: el mundo va de mal en peor. Al fin y al cabo, en los casi seis años de ese conflicto armado (que empezó el 15 de marzo de 2011) han muerto 312.000 personas, según la cifra anunciada al terminar 2016 por el Observatorio Sirio de los Derechos Humanos. Una cifra intolerable, de horror absoluto. Pero hace un siglo, durante la Primera Guerra Mundial, en una sola batalla, la del Somme, hubo 310.486 muertos. Y en el ataque atómico a Nagasaki, en 1945, 120.000 personas murieron en instantes, con el estallido de una sola bomba. No es un consuelo, ni mucho menos, pero las cifras algo revelan.
Todo lo dicho no implica, en ningún caso, que el mundo vaya bien y que los males que subsisten sean menores e irrelevantes. No. Para citar otra cifra, todavía el once por ciento de la población mundial, es decir unos setecientos setenta millones de personas, subsiste con menos de dos dólares por día, mientras la brecha entre ricos y pobres aumenta en una larga lista de países, empezando por los Estados Unidos y Alemania. Pero, al mismo tiempo, el número mundial de pobres tiende a contraerse. Según el historiador sueco Johan Norberg, cien personas salen de la pobreza cada minuto, en especial por el florecimiento de la clase media en China y, sobre todo, en India, entre otros países. También, para mencionar un caso cercano, en el Perú.
Hay otros avances que merecen ser tenidos en cuenta: la pobreza extrema se redujo a la mitad en los últimos diez años, el índice global de desigualdad en los ingresos personales se contrajo cuatro puntos, el porcentaje de analfabetismo bajó del 44 al 15 por ciento en el último cuarto de siglo, la esperanza de vida subió de 60 a 74 años desde 1950 y, desde ese mismo año, la mortalidad infantil cayó del 11,7 al 0,4 por ciento, según las estadísticas de Penn World Table, las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud. Todos esos progresos, muy significativos, también aportan para que este planeta sea cada vez menos violento, aunque, por desgracia, sigue siendo conflictivo y peligroso.
Pero, al menos, cada vez hay menos seres humanos que mueren en guerras.
Todo indica, por lo demás, que a menos que la tendencia dé un giro súbito y de ciento ochenta grados, el mundo seguirá siendo cada vez más pacífico. Ya entre 1949 y 1989, durante los cuatro decenios de la Guerra Fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética no llegaron a enfrentarse cara a cara porque ambos sabían que, en la era atómica, las guerras ya no pueden tener ganadores, sino sólo perdedores. Fue ‘el equilibrio del terror’. A su vez, los conflictos con armas convencionales tienen cada vez más costos y menos beneficios. A lo largo de los ciento treinta siglos de la historia humana, ganar una guerra implicaba la conquista de ciudades, tierras de labranza, riberas de mares y ríos, recursos naturales, fuentes de energía, incluso mano de obra sometida. Hoy esas conquistas tendrían poco sentido y demasiados riesgos.
Yuval Noah Harari lo explica así: “consideremos el caso de California. Su riqueza se basó inicialmente en las minas de oro, pero en la actualidad se basa en el silicio de Silicon Valley y el celuloide de Hollywood. ¿Qué ocurriría si los chinos organizaran una invasión armada de California? Pues obtendrían muy poco, porque la riqueza está en la mente de los ingenieros de Google y de los guionistas, directores y magos de los efectos especiales del cine, que habrían tomado un avión mucho antes de que los tanques chinos llegaran a Sunset Boulevard…”. Por eso, concluye Harari, “no es coincidencia que las pocas guerras internacionales a gran escala que todavía ocurren, como la invasión iraquí de Kuwait, sucedan en los lugares en que la riqueza es riqueza material a la antigua usanza, porque los jeques kuwaitíes pudieron huir, pero los pozos de petróleo se quedaron allí”.
Pero, volviendo al principio, la percepción de la inmensa mayoría de los seres humanos contemporáneos es que la situación del mundo ha empeorado en los últimos veinte años y, más aún, que esa tendencia al deterioro es constante y muy potente. El 87 por ciento piensa eso. Los datos objetivos, sin embargo, dicen todo lo contrario: tan sólo en unos pocos indicadores del bienestar humano hay retrocesos continuos. Ese es el caso de la situación ambiental, que se daña con una rapidez de vértigo. Y del repunte —tal vez pasajero— de los regímenes autoritarios, en que millones de personas son privadas hasta de sus derechos fundamentales. En conjunto, no obstante, la humanidad avanza, vive con más certezas, tiene menos amenazas y más esperanzas y, sin haber llegado al ideal, ni mucho menos, vive los tiempos más pacíficos que jamás haya conocido. Aunque usted no lo crea.