Neruda tuvo muchas muertes y ninguna fue definitiva. No lo fue la del 23 de septiembre de 1973; no la ocasionaron la enfermedad o un presunto envenenamiento. En cada muerte renació como lo hizo su poesía en el transcurso de sus muchas vidas como poeta, como político y militante, como amigo, como idealista.
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El primer Neruda ni siquiera se llamó así. Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, nacido en Parral, en 1904, hijo de una maestra de escuela y un obrero ferroviario, pronto empezó a acercarse a la poesía y a los dieciséis años murió para darle vida a Pablo Neruda.
Primero en diarios y revistas, y luego con Crepusculario —libro que cumple cien años en 2023—, con sus páginas empezó a erigir un mito de muchas caras. Un joven Neruda se llenaba de miedo ante su extinción y la de la creación: “Se muere el universo de una calma agonía sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde. (…) Y la muerte del mundo cae sobre mi vida”.
En 1924 nació el Neruda pasional de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, donde amar y morir son dos piezas del mismo verso: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente./ Distante y dolorosa como si hubieras muerto./ Una palabra entonces, una sonrisa bastan./ Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto”.
El hombre de las muchas mujeres que acompañaron su vida reconocía la desolación de todo aquello que sin ellas “estaba vacío, muerto y mudo,/ caído, abandonado y decaído”. Sin embargo, no siempre practicó el amor que profesó. En sus siguientes libros nos entregó versiones propias de un amor que algunas veces fue mezquino y violento, amor profundo que abandona, amor de muerte, piedra del olvido, ebrio de trementina.
En sus viajes como diplomático nació otro Neruda, el idealista que en Canto general glorificó a América Latina en su dolor y las tragedias de su historia. En esa obra dejó morir parte de sus elegías pasadas para crear textos políticos, críticos, militantes y comprometidos con su idea de la América nueva. Habló de hijos que murieron bajo el arma colonizadora, en la casa incendiada por el conquistador o arrastrados por carabineros; de la patria que cae por la muerte del pueblo que es su cimiento; de compatriotas y hermanos muertos en el destierro. Habló de ríos de muertos y de la muerte en el mundo.
Odas y ceremonias
Llegó la mitad del siglo XX y con él un Neruda de odas y cantos ceremoniales con los que nombró nuevamente a las cosas y los seres ya conocidos del mundo: la cebolla, el edificio, los números, el albañil, la mariposa, las papas fritas, el átomo. También ensalzó a su modo las realidades gentiles que se corrompían: “Después de su glorioso,/ virginal nacimiento,/ lo hicieron ayudante de la muerte,/ lo endurecieron y lo designaron asesino”.
El Neruda idealista, cada vez más contestatario, pasó a acusar. En los últimos años consagró su pluma y su voz a la denuncia mientras lo asediaban las dolencias, la enfermedad, el cáncer.
Iban los viajes, venían los médicos y el poeta seguía escribiendo. Sin importar si llegaba el fin del mundo, en sus manos siempre tenía una espada encendida o las piedras del cielo. En 1969 fue precandidato presidencial, pero cedió el camino a su amigo Salvador Allende.
Como embajador en París entre 1971 y 1972 se vio aquejado por algunos males, varios días en cama con penicilina y fiebre, sin poder ponerse de pie. Neruda empezó a dejar constancia “de desplazamientos, enfermedades, alegrías y melancolías”. Aunque ya empezaba a irse, el reconocimiento como Premio Nobel de Literatura detuvo el afán.



Las explicaciones sobre la causa de su muerte son diversas. Algunos conjeturan un complot de la CIA; otros, un encuentro místico que le sustrajo la energía. Después de su exhumación en 2013 unos cuantos aseguran que fue envenenado cuando era atendido en una clínica. Un informe forense de 2017 indicó la presencia de una bacteria letal cuya proveniencia se desconoce.
Sin importar quién narre ese fragmento de su vida, se sabe bien que el Neruda idealista empezó a morirse cuando Augusto Pinochet se tomó el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.
El autor de Estravagario también murió en su ser político tras el fallecimiento del amigo con quien sostuvo un lazo de lealtad partidista y personal. Y el morir de su ser político anticipó el morir de su ser corpóreo. El fin de Allende doce días antes fue la estocada, como lo manifestó Matilde Urrutia: “estaba muerto, quebrado por dentro” y había perdido la fuerza inmensa de lucha que lo sostuvo siempre.
Elegía a otros recuerdos póstumos
Neruda sabía que seguiría creando un mundo poético aun después de morir. Así lo anuncia en su “Oda a la envidia”: “Y estoy casi seguro,/ aunque no les agrade esta noticia,/ que seguirá/ mi canto/ más acá de la muerte,/ en medio/ de mi patria,/ será mi voz, la voz/ del fuego o de la lluvia o la voz de otros hombres”.
Poco después de su partida aparecieron en Argentina ocho poemarios que extendieron su obra. La rosa separada, Defectos escogidos y Jardín de invierno satisfacen al lector voraz. Matilde publicó Confieso que he vivido gracias al apoyo del escritor venezolano Miguel Otero Silva, quien le dio un orden definitivo a los textos originales.

Para nacer he nacido (1978) es una recopilación de prólogos y otros textos que descubren a un Neruda más cercano a sus amigos y en su amor por la poesía latinoamericana. En El río invisible (1980) el chileno Jorge Edwards compiló y editó poesía y prosa de un joven Neruda.
En 2018 apareció Tus pies toco en la sombra y otros poemas inéditos con las versiones originales de veintiún textos manuscritos y mecanoescritos, algunos con correcciones de su autor, otros intocados. Su escritura sigue fluyendo constante como el mar de Valparaíso y de vez en cuando también llegan cartas.
La muerte no pudo vencer a Neruda. En sus casas La Sebastiana, La Chascona e Isla Negra es tan poderosa su presencia como en las bibliotecas de sus lectores, quienes siempre han creído que él es un habitante de su esperanza.
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