Edición 442 – marzo 2019.
En la acción hubo mucho más de lo que contó la prensa de la época. Tres grupos, con intereses distintos, estuvieron tras el secuestro.

A punto de embarcarse para Italia por orden de sus superiores, el P. Virgilio Cammarata fue secuestrado en el aeropuerto de Quito en marzo de 1969. Después de varios días retenido, y de sustos, negociaciones y manifestaciones, el viaje solo se retrasó una semana, pero tuvo consecuencias profundas para la vida de este sacerdote y repercutió de manera insospechada en el Ecuador y América Latina.
Si esta crónica fuera una novela, tendría que dedicar los primeros capítulos a describir al menos tres grupos de protagonistas, sus particularidades, sus psicologías, sus ideologías y quizá, como en las buenas novelas policiales, singularizar en cada grupo a uno o dos personajes destacados. Y es que una historia jamás tiene un solo lado, por lo que una crónica que se limitase a contar los hechos mondos y lirondos pecaría de superficial.
El grupo estudiantil idealista
“Fue un suceso de estudiantes que en esa época éramos idealistas”, dice Eduardo Valencia, entonces vicepresidente la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (Feuce).
“Sigues siendo idealista”, le corrige este cronista. “Así creo”, responde y, luego de pensar medio segundo, lo reafirma: “¡Por supuesto!”.
Según él, “en esa época la Católica era una universidad muy conservadora. Yo le quiero mucho, allí trabajé 43 años, pero en esa época primaban ideas muy retrógradas. Tuve mucho que ver en el suceso, porque el P. Cammarata, comboniano, era párroco de la Inmaculada de Iñaquito, parroquia donde vivía mi entonces novia, hoy mi mujer, por lo que le conocíamos personalmente, no de manera superficial, sino como amigos; era nada menos que nuestro director espiritual. Era un hombre muy evangélico y al mismo tiempo abierto. ¡Un chévere sacerdote!”.
Valencia cuenta que, luego de unos meses de trato cordial, un día les sorprendió despidiéndose porque se iba del país. Les dijo que la jerarquía de la Iglesia había decidido retirarle del Ecuador por haber firmado el manifiesto del llamado Grupo de Reflexión conformado por sacerdotes de Quito.
Muy joven aún y sin práctica política, Eduardo Valencia había sido elegido vicepresidente de la Feuce por un grupo que se autodenominó Izquierda Cristiana. El presidente era de derecha, un futbolista muy popular, Publio Luque, y, en una lista aparte, la Izquierda Cristiana ganó la vicepresidencia y varios puestos en el consejo de la Feuce.
“Sentí mi obligación llevar el caso a mis compañeros”, dice Valencia. “Lo presenté en sesión del consejo directivo de la federación y propuse hacer una manifestación en el aeropuerto el día del viaje del P. Cammarata”.
El grupo de la Iglesia progresista
Otros también habían decidido protestar ese día en el aeropuerto. Precisamente los sacerdotes del Grupo de Reflexión. En esta agrupación, constituida cuatro meses antes, estaban tanto sacerdotes diocesanos (Rafael Espín, Nelson Gómez, Augusto Albuja, Homero Galarza, Mario Mullo, Carlos Fierro, Orlando López, Édgar Pérez, Fabián Vásquez, Carlos Mesa, entre otros) como de órdenes religiosas (los jesuitas Estuardo Arellano y Jaime Crespo, y Cammarata, comboniano, entre otros). Se habían unido para tratar sobre la situación de la Iglesia en el Ecuador y la aplicación de las resoluciones del Concilio Vaticano y de la Conferencia del episcopado latinoamericano en Medellín. Como consecuencia de sus discusiones, habían emitido un manifiesto, en el que se reclamaba a la Iglesia compromiso con los pobres, apertura de la jerarquía y mayor participación del clero.
Su comunicado había preocupado a la jerarquía y, en una medida radical, los superiores de Cammarata, a pedido del nuncio, Mons. Giovanni Ferrofino, habían decidido que retornara a vivir en Italia.
El Grupo de Reflexión quería despedir a su colega y estuvieron varios en el aeropuerto, con sus sotanas negras, que entonces todo sacerdote llevaba. Al pie de las escaleras de la terminal se reunieron los jóvenes de la Católica y algunos chicos más jóvenes, del colegio San Gabriel, que habían acudido. Sus carteles rezaban “Iglesia junto al pueblo”, “Respaldo al P. Cammarata”, “No a la expulsión”. Llevó la palabra Augusto Albuja, párroco de San Blas, criticando la medida y deseando que el párroco aclarara las cosas en Roma y pudiera regresar al país. Luego habló Eduardo Valencia.
El grupo estudiantil anarquista
Como cuenta el propio Valencia, “Yo estaba dando mi discurso, protestando por la injusticia que estaba cometiendo la jerarquía al expulsar a este párroco tan querido por sus feligreses, cuando se me acercan unos compañeros y me dicen: ‘Eduardo, le vamos a secuestrar al padre’. Mi reacción, desde la grada que me servía de podio para dar el discurso fue ‘No sean locos. Esperen un ratito para conversar’, porque me pareció una cosa desorbitada. Así que no me atribuyo el mérito, porque ahora sí considero un mérito haberlo hecho”.
¿Qué sucedió? Que mientras Valencia y algunos otros pensaban que todo se reducía a “una manifestación con carteles, para que la Iglesia jerárquica viera que no estábamos de acuerdo con la expulsión”, otro grupo había planificado algo mucho más radical: secuestrar al cura e impedir que se embarcara para Roma.
Pasados 50 años de los hechos, hablo con Jaime Durán Barba y para salir de dudas, pues lo sospechaba, le pregunto a bocajarro: “¿Fue decisión tuya el secuestro del P. Cammarata?”. Jaime pone cara de jugador de póquer. O lo que él cree que es cara de jugador de póquer, porque veo un atisbo de confirmación: “¿Tuya y de quién más?”. “De Carlos Larrea y mía”, acepta.
En una conversación con Durán y Luis Mora, en un restaurante al norte de la ciudad, reconstruyo lo que pasó. Estos jóvenes estudiantes de la PUCE tenían un grupo secreto que se llamaba El Antipartido y se decían anarquistas. Sus cabecillas eran Carlos Larrea, Fernando Conejo Velasco y el propio Durán, que estudiaban Ingeniería, Derecho y Economía, respectivamente. Los tres tenían un puñado de seguidores para los que sobraban los dedos de las manos, entre ellos Luis Mora. Pero también había junto a ellos otros grupúsculos, incluso más pequeños, con diferentes tendencias de izquierda, al calor de la ruptura chino-soviética (los llamados cabezones, los chinos, los foquistas, los trostkistas).
Ni ellos ni sus seguidores, como Jorge Rodríguez, Roque Espinosa, Fernando Rosero, Édgar Machado, fueron militantes de la izquierda marxista, pero en esa edad del idealismo y en esa coyuntura de América Latina (recuérdese que el Che había muerto un año y medio antes), esos jóvenes y otros menores aún, del colegio San Gabriel, querían realizar un desafío radical a una decisión eclesial que les rebelaba.
El secuestro

Los muchachos comunicaron al P. Cammarata que lo iban a secuestrar. Este trató de convencerlos de que era una acción que no beneficiaba a nadie y menos que nadie a él, como lo recogió una crónica de Vistazo. En un momento pareció que iban a desistir, pero finalmente decidieron tomar al sacerdote por los brazos y llevarlo al exterior de la terminal, donde casi a la fuerza lo metieron en una camioneta Toyota 1200 de color habano, de propiedad de Fernando Rosero.
Los medios de comunicación, que habían sido advertidos para que estuvieran en el acto de protesta, cubrieron con detalle el hecho: en una foto de Vistazo se ve a Luis Mora empujando por la cabeza al P. Cammarata para que quepa en la camioneta.
Pronto circuló la noticia, que se convirtió en un suceso internacional, porque muchos medios lo interpretaron como que eran marxistas que atentaban contra las decisiones de la jerarquía católica, lo que en ese clima del posconcilio tomó mayor dimensión.
Lo que nunca se supo es que los chicos secuestradores tuvieron una ventaja impensada: Eduardo Valencia, que sin haber sido parte de la idea, decidió apoyar en ese momento la acción de sus compañeros, les fue siguiendo en su propia camioneta que era idéntica a la de Rosero.

“En la avenida Colón le cambiamos al P. Cammarata a mi vehículo. Y a partir de ese momento la responsabilidad pasó a ser mía. Decidí llevarle a las oficinas de la Feuce, cuyas llaves tenía”. Poco después llegaron los del otro vehículo y más compañeros, “y empezamos a caer en cuenta de la dimensión de los que habíamos hecho”, dice Valencia.
Pero esta sensación solo era de quienes no estaban en el secreto. Por su parte, Durán y Larrea seguían dirigiendo las decisiones entre sombras. Ellos sabían adónde llevarían al secuestrado, pero aceptaron llevarlo primero a la facultad de Filosofía San Gregorio (actual Regimiento Quito), de la que Durán era alumno, para que su decano, P. Hernán Malo SJ (luego rector de la PUCE), supiera del hecho, viera al sacerdote italiano e intermediara con las autoridades de la PUCE y el cardenal.
Malo les hizo reflexionar sobre la gravedad de lo hecho, y, dice Durán: “Ante nuestro pedido, nos dio de comer: eran cerca de las tres de la tarde y moríamos de hambre. Comimos allí en el bosque detrás del filosofado”, actual avenida Mariscal Sucre u Occidental. Luego, un grupo mínimo llevó al secuestrado a una casa de Pomasqui, de cuya localización no supo nadie más. Los radicales actuaban como célula. Hasta hoy, Eduardo Valencia cree que esa casa era de los jesuitas, pero Durán afirma que era una casa alquilada con anticipación por El Antipartido, precisamente para realizar una acción como esta.
Noches de tensión
“Hasta ese momento la Policía no sabía dónde lo teníamos, porque sin pretenderlo le habíamos cambiado al P. Cammarata tres veces de auto y tres veces de sitio, y fuimos a parar en una casa aislada fuera de la ciudad”, dice Valencia. Todos los entrevistados para este reportaje coinciden en que esa y las siguientes noches fueron de mucha tensión, pues veían pasar camiones militares y tropas a pie, inclusive delante de la casa en que se hallaban. Sin embargo, nunca golpearon la puerta. No los buscaban a ellos, como se lo temían, sino que eran ejercicios militares de rutina, completamente ajenos al secuestro.
Pero la tensión que se vivía en la casa surgía del propio secuestrado: aunque Cammarata no opuso resistencia en ningún momento, era presa de un ataque de nervios. Esa misma primera noche, en que nadie durmió, contó a los pocos que se quedaron en la casa, que su padre había sido secuestrado y asesinado en la Segunda Guerra Mundial. Tenía un trauma que le había acompañado desde niño.
Los chicos hicieron lo que pudieron por calmarlo. En primer lugar, asegurarle que no querían hacerle ningún daño. Eso también aceleró el contacto con las autoridades: Valencia resolvió acudir donde el rector de la PUCE, el P. Alfonso Villaba SJ, “que estaba muy poco tiempo en el cargo, pero que ya le estaba dando aires nuevos a la universidad”. Fueron a informarle sobre lo que estaba ocurriendo; “no a desistir de nuestra acción, pero sí a aclarar —por el giro que estaban dando los medios de comunicación—, que esta cosa no tenía ningún carácter político sino que era exclusivamente eclesial y de justicia social. Él tuvo la gentileza de no forzarnos. Me hizo reflexionar en que para el cardenal era una cosa muy grave, y me sugirió que hablásemos con él”.
En realidad, para los partidarios de las incipientes líneas extremistas (fuesen anarquistas o marxistas), sí era una acción política, pero aceptaron que había que hablar con el cardenal. Se designó a Luis Mora y a Alberto Wray, ambos estudiantes de Derecho para que contactaran con el prelado. “Convinimos con Alberto en que, por razones de seguridad, acudiríamos muy temprano. Estuvimos tocando el timbre de la casa del cardenal a las seis de la mañana. Por supuesto el empleado que salió a la puerta nos dijo que no atendía a esa hora, pero cuando le dijimos a lo que veníamos, se fue apresurado a consultar, nos hizo pasar y Muñoz Vega nos atendió a los pocos minutos. Conversamos, explicamos lo que habíamos hecho, planteamos nuestra condición básica —que el padre se quedara en el Ecuador—, y convinimos en que lo devolveríamos al día siguiente al final de la tarde y que la Iglesia lo mantendría en el país, sin expulsarle”, relata Luis Mora. “También nos interesaba protegernos”, acota Durán. “Sabíamos que el propio Muñoz Vega había pedido nuestra expulsión al rector de la Católica, así que parte del acuerdo fue también que no habría sanciones para nadie”.
Las sanciones que había pedido el cardenal eran síntoma de lo nerviosa que estaba la jerarquía, mientras el escándalo seguía creciendo en diarios y radiodifusoras, tanto del país como el exterior, como consecuencia del fermento que había en América Latina después de Medellín. Por ejemplo, diecisiete obispos del Tercer Mundo, encabezados por Helder Cámara, habían firmado un manifiesto unas semanas antes, y en Colombia se había formado el grupo de Golconda de sacerdotes que pedían cosas similares al Grupo de Reflexión. Más a la izquierda se situaba un Movimiento Camilo Torres, que apoyaba a la guerrilla colombiana, sobre todo al M-19, aunque sus miembros no se identificaban públicamente (de hecho los sacerdotes españoles Domingo Laín Sanz, Manuel Pérez Martínez y José Antonio Jiménez Comín ingresaron a los altos mandos de la guerrilla del ELN).

Se devuelve al secuestrado
“El cardenal Muñoz no es de grata recordación para mí por lo que hizo en este asunto”, dice Valencia. “A lo mejor tuvo muchos méritos en otras cosas, pero en esto no. Lo que queríamos era hacer conciencia en la sociedad, en la Iglesia. Cuando fui a hablar con el cardenal en el palacio me recibió acompañado de su ayudante, Mons. Antonio González, de quien yo había sido monaguillo cuando fue párroco de Santa Prisca. Me reconoció e intercedió ante el cardenal por nosotros, con lo que llegamos al acuerdo: devolución y no expulsión”.
Aunque, por lo que se ve, el cardenal Muñoz Vega prometió lo mismo en dos conversaciones distintas, no lo cumplió. “Nosotros no fallamos en nada, hicimos todo como se nos pidió”, insiste Valencia. “Habíamos quedado en entregar al P. Cammarata en la residencia del cardenal, frente a la iglesia de Santa Teresita, pero antes de hacerlo decidimos ir hasta la plaza de la Independencia para manifestar nuestra posición. Allí di un discurso yo, un discurso un poco más fervoroso que el del aeropuerto, ante unas 200 personas allí reunidas y echamos unos gritos, vivando a la Iglesia de los pobres, al P. Cammarata y demás. Para entonces se habían plegado a nuestra acción muchos grupos de otras procedencias, en especial de las comunidades eclesiales de base. Terminado el acto fuimos a entregar al padre en la casa del cardenal”.
Pero el cardenal Muñoz Vega no recibió a los manifestantes. Al P. Cammarata sí, y le dio un abrazo. A los jóvenes quien les recibió fue Mons. González. “Nos dijo que el cardenal estaba resentido, que esta manifestación que habíamos hecho no era parte del acuerdo, que era una provocación y que habíamos faltado al compromiso… y aún más cosas. Lo cierto fue que entregamos al P. Cammarata y, sin cumplir ellos la parte del compromiso, le enviaron al día siguiente a Italia”, dice Valencia. La molestia del cardenal se debía a los gritos “Cristo sí, nuncio no”, “Nuncio burgués”, y otros similares que se habían proferido en la plaza, y de los que Valencia no era responsable.
¿Qué pasó luego con Cammarata? Ninguno mantuvo el contacto, y todo es de oídas. Según Valencia “el hombre vivió después una tragedia. El Vaticano intervino, le hicieron la vida amarga porque consideraron que era un nuevo Camilo Torres, lo cual era una infamia, porque era un hombre puro, un hombre bueno, que se dejó llevar por nosotros”. Según Mora, “Cammarata dejó el sacerdocio, entró en política y años después ganó las elecciones y fue alcalde de su pueblo”. “Creo que por el Partido Comunista Italiano”, dice Durán socarronamente.
Curiosamente, el nombre de este sacerdote subsiste en el apodo del equipo de fútbol de la Universidad Católica. Fue cosa de los periodistas deportivos, que empezaron a llamarle “el equipo camarata”, y lo siguen repitiendo, aun cuando muy pocos saben su verdadero origen.