4 meses tras la barra de un bar de medio pelo.

Por Gabriela Paz y Miño.

Ilustración: Maggiorini.

Edición 452 – enero 2020.

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Vamos a llamarlo David. Vamos a contar que llega al bar casi siempre alrededor de las ocho de la noche. Algunas veces aparece más temprano, cuando está “de paso” por las calles cercanas (todos los caminos llevan a Roma) y aprovecha para tomarse una cerveza. O dos. O tres. ¿Quién las cuenta? Él no.

David ocupa su taburete de madera frente a la barra impecable del mismo material. A esas horas —como en el horario de la mañana— la televisión incrustada en la pared del fondo del bar (que vamos a llamar Candela) transmite escenas de series policiales gringas. La investigación del crimen de turno, con romance, violencia, detectives que parecen modelos, y mucha sangre de utilería, tiene a gran parte de la clientela frecuente en ascuas.

El dueño del bar —vamos a llamarlo Albert— no se sorprende al ver llegar a David. Al contrario, cuando no aparece por la puerta de cristal, el propietario, hombre pequeño y encorvado —que encarna a la perfección el estereotipo del mezquino—, lanza la pregunta a todos y a nadie.

—¿Y David? ¿No ha venido hoy?

David —tez blanca, patas de gallo que traicionan su trabajada facha juvenil, nariz destacada y alopecia rampante— es parte del paisaje de este local de Cardedeu, ciudad catalana de alrededor de diecisiete mil habitantes, ubicada a unos cuarenta kilómetros de Barcelona y permeada por migración de variados orígenes.

Cuando David no está sentado frente a una copa espumosa y helada, ironizando sobre su propia vida y la del resto, está en casa de sus padres, donde vive desde que se separó de su última novia. Verlo desde el otro lado de la barra, cada noche —a él y al resto de clientes de este local, reducto de la derecha moderada (y no tanto) de esta ciudad— es casi una invitación a hacer un estudio antropológico. Pero no hay tiempo para ello en este trabajo de verano (convengamos en llamarlo así).

Frente al fregadero, situado en un extremo de la barra y justo junto a la puerta de los lavabos, los restos de comida y la vajilla sucia se acumulan con más velocidad de la deseada. Platos grandes y pequeños, tazas de café, vasos de cristal, cubiertos, bandejas llenas de sobras, freidoras pegajosas y llenas de terca grasa, ceniceros a rebosar de colillas, cenizas, chicles, chupetes. Porquería. Si la encargada de lavarlos (me temo que tendré que usar la primera persona) se abstrae, observando cualquier detalle del comportamiento de los personajes que pisan el local, la montaña de platos no hará más que crecer y crecer. Y como dice el jefe cada vez que echa un vistazo: “¡Eso no se lavará solo!”.

“No pienses, haz”

Un bar-cafetería es básicamente una cadena de producción con sus propios ritmos —en lo que todo es para ayer—, y su estricto orden (las tazas deben colocarse del lado del logo antes de servirlas, los embutidos se guardan según el color de las tapas de los tuppers; el piso se barre por sectores). También, con sus propias lógicas, en las que lo único que cuenta es el sentido práctico, la memoria (muy útil, cuando te piden cuatro tipos de café a la vez) y la rapidez.

Siempre, siempre, la rapidez: si se acaban los platos o cucharas de café, porque tú te has distraído pensando en el lado literario del hombre que todos los días habla solo, aunque esté con alguien, los clientes protestarán. O lo que es peor: se irán a la cafetería de enfrente. Y escucharás por primera vez en tu vida, el temido: “No te pago para pensar” (o alguna de sus variantes).

Porque la eficacia es vital en este molino imparable, que traga tus ocho horas diarias sin que apenas las puedas contar. También la fuerza física, a la hora de sacar los cubos de basura hasta los contendores, o de trasladar diez mesas con sus respectivas sillas, para ubicarlas en la terraza exterior, por la mañana, y meterlas de nuevo, por la noche.

Cuenta la resistencia, cuando tienes que estar de pie, seis o siete horas frente a la pica, sudando la gota gruesa en el infierno del verano y junto al calor de la plancha encendida. Todo ello, roja como un tomate (igual que el resto del personal, y varios clientes) y sin aire acondicionado, porque el dueño del bar quiere ahorrar. Esa misma resistencia que te será útil cuando debas unirte a las tareas de limpieza (o hacerlas sola, según el humor del jefe), de madrugada, hora en que te duelen los pies y la espalda, y lo único que quieres es aterrizar en tu cama para descansar.

En esa situación no hay demasiado tiempo para pensar, escuchar, imaginar o empatizar. No sirven los devaneos intelectuales ni las pretensiones poéticas. Estás —a ver si te enteras— en el mundo del “hacer”, por definición.

Por eso, aunque hay algo de cierto en la imagen hollywoodense de meseros convertidos en psicólogos o confesores, las transacciones son en realidad más rápidas. Alguna broma, algún comentario sobre el tiempo o las noticias y poco más. La conversación se reserva para los clientes frecuentes, que conocen el ritmo del local y se apartan o se callan en las horas pico, mientras se acercan a charlar cuando hay menos gente.

Clientes como aquel que me desarma con su historia, precisamente el día en que, tras más de seis horas de lavar platos, me tiemblan las piernas y mi ánimo roza el subsuelo.

Resulta ser, este hombre, un señor desgarbado, de gruesas gafas y barba canosa y desaliñada. Debe estar cerca de los sesenta años, que carga con pesadez, junto con una mochila vieja, que necesita pasar por la lavadora.

A la semana aparece al menos una vez. Tiene una extraña forma de hablar, como si las palabras se le atascaran entre los recovecos de una dentadura maltratada por la falta de higiene y el abuso de alguna droga. Eso no impide que grite cuando se siente atacado: que es casi siempre, en cualquier situación.

Vamos a llamarlo Pepe.

Pepe está cansado de todo y puede ser un borracho muy molesto. Repite las cosas, se acerca demasiado al hablar con la gente (hay niños que le temen); grita, gesticula, insiste. Sus temas no son demasiado amplios: la falta de dinero, las peleas en “la Aso” (que puede sonar a asociación de adultos mayores, pero es la asociación de fumadores de cannabis); la soledad de dormir solo “desde hace más de diez años”, que lo atormenta.

Pepe es pesado y repetitivo. Pero resulta que un día cualquiera, por alguna razón que no conoces, quiere, necesita, hablar de algo más. Y escoge como interlocutora a la primera persona que encuentra detrás de la barra: la mujer latinoamericana de la que no sabe nada, solo que es amable y neófita en su trabajo (yo).

De repente, como si a su mente confusa hubiera llegado con nitidez el recuerdo del primer día de su muerte en vida, Pepe habla:

—Yo tuve dos hijos y una mujer. Yo no fui siempre así, ¿sabes?

—¿Cómo?

—¿Por qué crees que nunca cojo el coche?

Es cierto: ya había mencionado que camina hasta su casa, cada noche, por más de media hora, montaña adentro.

—Me juré nunca más conducir, desde el accidente en que murió mi familia, hace quince años. Y lo he cumplido.

¿Cómo? ¿Pepe, el solitario, fue padre de dos niños gemelos? ¿Fue el esposo de alguien, que reía, conversaba, abrazaba… y no siempre un huraño al que demasiada gente repele? ¿Un hombre que iba y venía con una familia, en un coche, y no andaba siempre retraído, con su mochila vieja a la espalda?

—Aquí me tiene Dios porque él quiere. Pero ya me reuniré con mi familia, cuando él lo decida.

¿Cómo? ¿Pepe cree en Dios?

El hombre habla con la voz rota, en un tono tan lejano al de su habitual impertinencia. Y con su última frase cierra la cortina de una habitación de su interior, que siempre permanece a oscuras.

¿Qué importa la pila de platos en ese momento?

Un río helado me recorre la mente y la garganta. Las lágrimas que caen sobre el fregadero son de cansancio y de pena. El jefe me ofrece un vaso de agua, una bolsa de papas y un descanso de algunos minutos.

—Ve a tomar aire, es un bajón de azúcar. —Eso me dice, con una amabilidad desconocida. Pero remata—: Te aconsejo que no hables mucho con los clientes. Ah, y tampoco les creas todo lo que dicen.

Otra versión del “No pienses, haz”.

No, señores, esto no es Friends

Ser mesero, o ayudante de tal, se ve bonito en Cheers o en Friends. En las series hay glamour, camaradería, generosas propinas que salvan cualquier día gris o extenuante (aunque a los meseros de Friends nunca se los ve cansados ni rojos por el calor). La vida real, como siempre, es menos romántica, aunque a veces haya que recurrir al empalago, para llevar mejor ciertas cosas.

Trabajar en verano en un bar de copas, de los que abundan en España, puede ser agotador, exasperante y —en serio— poco rentable. Sobre todo si llegas a caer en el local de un hombre “que no es malo”, según quienes lo conocen, pero sí es racista declarado, machista sin complejos y tan admirador del dictador Francisco Franco, que cada vez que lo nombra acompaña su nombre con: “el generalísimo, por la gracia de Dios”.

Un hombre que, además, sabe el valor de las propinas acumuladas de los meseros y que, por tanto, las conserva bien seguras, a la vista de la gente, en una enorme botella de Coca-Cola que, en su transparencia, tiene a todo el mundo deseándolas. Dinero que nadie ha tocado nunca, pues no llega la noche prometida en que “todos nos daremos un banquete con esto”. Sobra decir que no todas las monedas terminan en ese bote. Y que el jefe lo sabe.

Pero lo increíble de un lugar como este es la cantidad y diversidad de personas que puedes llegar a ver (a conocer, solo unos pocos), cuando pasas cuatro meses detrás de la barra, sirviendo, lavando, fregando, limpiando espejos y baños, y, de vez en cuando, cogiendo al disimulo cadáveres de cucarachas, en un movimiento veloz que, de todas formas, detecta la gente.

Gente como el anciano apesadumbrado que sale de su casa cada tarde, solo por unos minutos, para apurar una cerveza y volver junto al lecho de su mujer, a la que cuida con enorme tristeza, asistiendo, leal, al final de sus días.

—Es duro, pero es lo que hay.

Eso dice el anciano bonachón, de sonrisa triste, mientras aguanta las lágrimas.

¿Qué importa, en ese momento, poner los paquetitos de azúcar formando una cruz, con la cuchara justo delante de la taza? ¿O colocar los vasos en estricto orden de tamaño, y sin una sola huella, en las estanterías?

Gente como el marroquí, de rastas rubias y eterna gorra sucia (¿vendrá todo junto, como en esas pelucas de tienda de disfraces?). Un hombre que, sin razón alguna, puede ofrecerte veinte euros —que rechazas, claro— y que cada tarde se sienta en la entrada del local a tomar un zumo de piña, mientras espera las llamadas misteriosas que le hacen salir corriendo del bar, para hacer una transacción que nadie confiesa y todos conocen.

Humanidad en decadencia o en el ocaso de su esplendor. Como aquel grupo de abuelitas que llega cada mañana para tomar un café en compañía mutua y que, si hace falta, se turnan para ponerse junto a la pica a organizar los platos que se han de lavar. Ancianas —entre las que hay una científica y otras profesionales jubiladas— que viven un duelo genuino, el lunes siguiente a la muerte de Camilo Sesto.

—Es que era tan guapo.

—Y tan jovencito.

Alicia en el país de los bares

España, dicen las cifras (para todo hay estadísticas), es el país con más bares por habitantes en el mundo: un establecimiento por cada 175 personas. En total unos 250 mil locales. La mitad de ellos están en Andalucía, Valencia, Madrid y Catalunya. La última cifra disponible refleja que, en 2017, pese a la crisis, los restaurantes y bares vieron aumentar sus ventas en 2,5 %, aunque el número de emprendedores decayó.

Eso, porque la cultura del bar está tan arraigada que es un hábito que no se pierde ni con la crisis. Siempre habrá un par de euritos en el bolsillo, aunque sea para un café. Los bares, en muchos pueblos y ciudades, son los primeros locales que abren las puertas al público y los últimos que las cierran.

El café con leche de las siete de la mañana, el bocata (sánduche) del desayuno, el aperitivo del mediodía y luego el menú a la hora de comer; una copa o un cortado en la tarde o noche. No solo personas mayores ni grupos de jóvenes llenan los bares: en la barra o en la terraza hay todo tipo de clientes: familias con cochecitos de bebé, mamás con niños de pecho, padres con pequeños que se toman una leche con chocolate; señoras mayores solas que beben una copa o grupos de amigas que comparten una ronda de vino y tapas.

Y, claro, también el lugar de solitarios, alcohólicos, hombres y mujeres que encuentran, frente a la barra, el mejor lugar para hablar con alguien o para pasar las horas muertas. Seres humanos de todas las edades y condiciones.

Como David, el camarero cuarentón que no tiene trabajo fijo y tampoco lo busca, aunque después en cuanto se deprime, deje caer lagrimones sobre su cerveza, por la futilidad de su vida.

O como el personaje importante del barrio —el dueño del estanco— al que hay que llamar siempre: “Señor Pere” (Pedro, en catalán). No porque el jefe lo ordene; es que él mismo lo hace, y se desvive tanto al verlo llegar y servirle su eterno bocata, su café cortado y su copa de Carlos III, que parece imposible llamar a este dandi de otra manera.

Imposible no fijarse en el señor idéntico a Woody Allen, que llega siempre después de las diez de noche y pide una lata de Coca-Cola, que toma en silencio, con una media sonrisa y su mirada en algún lugar inaccesible. Y que solo habla a la hora de pagar, cuando infaliblemente pone de pie una moneda de dos euros y me pide que mire su truco, antes de cobrar.

O en el hombre nigeriano que entra cada noche, pide un cortado y no habla con nadie… hasta que un día, viéndome sudar frente a una pila de platos, se anima a contarme que, al llegar a España (como la mayoría, en una patera), el primer trabajo que consiguió fue el de lavaplatos. Pocillero, para entendernos. “Ayudante de camarera”, según el contrato lleno de eufemismos, redactado por mi jefe. Un ser humano que viene de la antípoda de mi mundo y de mi historia personal y con quien, sin embargo, tengo en ese momento, más cosas en común que con todos los que me rodean.

Y, claro, gente repelente, como el viejo morboso que me dice, con toda la autoridad del macho blanco: “Ven aquí, siéntate conmigo”.

Gente solidaria, como aquel que se ofrece a volver a trapear lo que ha pisado, al ir al baño a última hora, cuando el bar está por cerrar.

O como mi compañero de trabajo, un joven de menos de treinta años, con grandes sueños y una realidad pequeña, que le ha obligado a servir desde que tenía dieciocho. Alguien que guarda historias tan inverosímiles (aunque ciertas) como la de aquella vez que escondió en la cámara fría de un bar a su compañera ucraniana, que vivía y trabajaba en condición irregular.

—Vino la Policía a hacer una redada. Yo la cubrí con las chaquetas de todos y la metí allí, hasta que se fueran. Sí, horrible, pero al final la salvé de que la deporten, ¿no?

Porque en un bar, como aquel en el que trabajé el último verano, hay de todo. Las historias más increíbles, las más duras, las más indignantes. También las más poéticas… aunque la poesía sirva de poco en un sitio donde el mérito es la eficacia. Porque ser, o pretender ser, un escritor o un reportero, mientras te piden cinco cafés y dos bocatas y una ración de bravas y una de calamares y una de… (Perdone, ¿me lo repite?), solo lo complica todo.

Observar y tomar notas a escondidas, para guardarlas en el bolsillo de tu delantal, te hace perder tiempo y olvidar los pedidos. Hacer poesía detrás de una barra quizá te haga pensar que eres alguien sensible o especial… pero la verdad es que retrasa las cosas y te convierte seguramente en la peor “ayudante de camarero” que haya pisado el bar Candela, en toda su historia.

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