Por Salvador Izquierdo.
Ilustración: Diego Corrales.
Edición 452 – enero 2020.
Me gusta la palabra inicio con sus tres íes saltando y silbando alegremente. Un inicio, sea del año o de una relación o de un viaje, es el momento del énfasis; el momento en que se subraya la realidad de esa experiencia que aún no tiene forma definida. 2020 está lleno de vaticinios: golpes de suerte, derrotas, desastres…pero, mientras dure esta columna, sostengámonos en aquello que no es proyección ni alarde, sostengámonos en lo inevitable de estar comenzando algo, sin más, reflexionando en torno al origen.
Uno de los mitos más conocidos es el de Prometeo. Cada inicio de semestre, me organizo para que una nueva cohorte de estudiantes lea el Prometeo encadenado en voz alta. Así empiezo a conocerlos, y ellos a mí; la actividad nos da la excusa para estar “trabajando” ya sobre el lenguaje y la comunicación, temas de nuestro curso, al mismo tiempo que, espero, se añada un bonus al syllabus de la materia.
El mito en cuestión, como muchos saben, cuenta que el titán Prometeo robó el fuego de sus sobrinos, los dioses del Olimpo, para dárselo a los seres humanos. Esto presupone una intervención divina al centro de nuestro inicio como especie, pero también plantea un montón de temas adicionales. La obra de Esquilo, por ejemplo, dice que Zeus pensaba aniquilarnos y reemplazarnos por otra raza. Y se elabora sobre cómo era esta versión previa del ser humano. Según el mito, antes de entrar en contacto con Prometeo, éramos monstruos sin ninguna aptitud. Ni ver ni escuchar sabíamos, pensar estaba lejos de nuestras posibilidades y ni siquiera éramos capaces de llevar a cabo las funciones biológicas más básicas. Imagínense eso. Vivíamos bajo la tierra, sin sol. Todo lo cual pone en perspectiva la decisión que había tomado Zeus. Destruir eso no significaba gran cosa. A la final, ¿a quién le podrían importar unos entes que “todo lo mezclaban al azar”?
Al mismo tiempo, el gesto prometeico está ligado al hecho de dejar de ser eso que fuimos antes de conocer el fuego. Pero el fuego parece ser un símbolo de una gran cantidad de conocimientos que vinieron con la superación de ese estado de inadaptabilidad. Es decir, no fue solo un fuego físico lo que Prometeo entregó a la humanidad, iniciando así esta larga historia que sigue corriendo, sino una serie de destrezas clave, descritas al detalle en la obra de Esquilo: la astrología, la aritmética, la escritura, la agricultura, la ingeniería, la medicina y la mántica. Pero la enseñanza principal vino incluso antes de estas destrezas, pues, por encima de todo, Prometeo enseñó al ser humano acerca de su propia mortalidad. Lo hizo cuidadosamente, evitando que esta revelación, devastadora bajo cualquier lógica, arruinara el ánimo con el que las criaturas mortales iniciaban su existencia. ¿Cómo lo hizo? ¿En qué consistió esta delicadeza de su parte? “Hice anidar en ellos esperanzas ciegas”, dice el titán en el drama antiguo.
Esperanzas ciegas, lo único que tenemos para enfrentar la dura realidad de que algún momento moriremos. Un dato que resultó indispensable para iniciar la humanidad. Si es que íbamos a despertar y vivir sobre la superficie, teníamos que saberlo. Antes, cuando no distinguíamos el día de la noche, igual moríamos, pero sin saberlo, moríamos sin saber nada.
La esperanza y la ceguera permitieron a los griegos de la Antigüedad enfrentar el día a día. Abrió la posibilidad para que aprovecharan el tiempo que tenían disponible, a pesar de que sabían lo que sabían; les permitió crear, precisamente porque sabían lo que sabían; les permitió hacer, enfrentándose al fuego. Ahora sí, ¡feliz año nuevo!
* Muchas de las ideas que aparecen en esta columna fueron esbozadas originalmente en un ensayo escrito en 1991 por el filósofo griego Cornelius Castoriadis.