2018.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración Maggiorini.

Edición 428 – enero 2018.

Firma---Ma-Fda-Ampuero-1El otro día me invitaron a un colegio a hablar con los estudiantes sobre mi trabajo. La charla fue más interesante para mí que para ellos: sus preguntas eran un desafío a mi desparpajo para hablar, a mi honestidad bruta —el director esta­ba sentado a mi lado y a cada rato se estiraba el cuello de la camisa como si le apretara muchí­simo— y tenía que pensar mucho mucho para no decir alguna impertinencia que hiciera que el pobre director se asfixiara. Pero dije, claro que dije, “si saben cómo me pongo, para qué me invitan”. Hablé de libertad, de buscar tu propia felicidad, de quererse a una misma, del respeto, de los derechos de las mujeres, en fin, ya saben, mis batallas de hace tanto tiempo.

Al final de la charla, una de las chicas se me acercó y me tocó el hombro. Me giré y ahí estaba yo: María Fernanda de quince años, detrás de sus —mis— lentes feísimos que papá nos com­pró en La Bahía. Me pregunto por qué no me sorprendió más verme a mí misma con el unifor­me del colegio, tan dulce y cándida, tan llena de fe en todo, con esas cosas que yo fui tantísimo, y que la vida, los años, me han ido quitando a patadas. Pues ahí estaba ella —yo— diciéndome cuánto le había gustado mi charla y que le dijera cómo hacer lo que una quiere, sin importar lo que piensen los demás. La miré y se le sonrojaron mis mejillas regordetas y sonrió con mi sonrisa cuando le dije que era igualita a mí a esa edad.

¿Alguna vez se han encontrado con ustedes mismos cuando eran jóvenes? Es una experien­cia muy extraña y, sin duda, escasa. Pero ese día, sería un martes, me pasó. ¿Y qué haces cuando esto te pasa? Pues darle un abrazo a la pequeña, ¿qué más vas a hacer? Abrazarla mucho y con mucho amor. Sabes lo que está viviendo y sabes lo que todavía le queda por vivir y entonces no puedes no intentar acunarla el mayor tiempo posible en tus —sus— brazos de mayor y decirle que todo va a estar bien. Cuando ya empezaba a ser rara la duración del abrazo de la señora escritora a la jovencita estudiante la solté y al se­pararnos vi que lloraba. Se había emocionado, sí, esa María Fernanda es de emocionarse con las cosas del corazón y, para qué negarlo, esta también.

Me dijo que le gustaba escribir, pero que le daba vergüenza enseñar sus cosas a la gente y que lo más probable es que no lo hiciera bien —María Fernanda siempre fue insegura— y que, además, las otras chicas iban a estudiar Publici­dad y Medicina y cosas útiles, mientras que ella estaba estancada en eso de llenar cuadernos con sus pensamientos, haciendo poemitas para su perra —la mención a Nena, que murió a mis die­ciocho, casi me tumba al suelo— y cuentos de princesas y príncipes. Pero que era su sueño, eso dijo, poder ser escritora. Corrió a su puesto y tra­jo el cuaderno —mi cuaderno rojo de La Refor­ma— lleno de historias y poemas y dibujos, que reconocí inmediatamente. Quise arrebatárselo, traérmelo a mi casa, releerlo, abrazarlo, pero algo me dijo que eso sería ir contra las reglas. Ese cuaderno era de ella y no mío.

Me leyó en voz alta un poemita que yo no recordaba, pero que era exactamente como ima­ginaba: romántico, soñador, acaramelado. Así era. Así es la niña que está frente a mí leyendo su poema con un poco de orgullo y un poco de vergüenza. Lo termina y me mira con la desespe­ración de un perrito hambriento, parece a punto de gemir. “¿Le gustó?” —María Fernanda me trata de usted—. Le respondo que mucho, que me gustó mucho y ella sonríe y brilla como si le hubiera nacido una estrella dentro. También re­cuerdo esa luz y me pregunto si ya se ha acaba­do: una estrella muerta en un ser negro como el cosmos. ¿Habrá cómo volver a encenderla?

Quiero volver a sentirme así, ser ella por un segundo y sé que, en cambio, ella quiere ser yo, que la escritura sea su forma de vida, que pueda viajar por sitios sorprendentes, que viva lejos, en una ciudad con librerías. Estamos frente a frente envidiándonos como dos bobas.

Entonces me insiste que le cuente el secre­to para poder dedicarse a esto, a pesar de su —mi— padre y de las risas de las compañeras y de las preguntas de que de qué vas a vivir por­que de escribir no se vive, pero, sobre todo, para poder dedicarse a esto, a pesar de ella misma y su inseguridad. “Lo vas a hacer, te lo prometo”, le digo mirándola a sus ojos miopes detrás de los lentes —dios, cómo odiaba esos lentes—, y ella otra vez se ilumina como un astro y me da otro abrazo y le doy otro abrazo y sé que ambas estamos conmovidísimas.

Antes de irme me pregunta qué voy a hacer este 2018, así, en general, y trago espeso porque no tengo ninguna esperanza en que el cambio de calendario cambie lo que traigo dentro y en­tonces comprendo que lo que quiere que le diga es algo acorde con lo apasionante de mi vida. Y entonces comprendo que no puedo fallarle, a ella no, tal vez a mí sí, pero a ella no.

—Seré feliz —le digo.

Y sonríe y responde: —Entonces yo también lo seré.

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