Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración María José Mesías.
Edición 426 – noviembre 2017.
Todos la perseguimos, pero nadie sabe bien qué es y cómo definirla. En la librería es probable que los libros de autoayuda, que contienen la receta mágica de 4 pasos para conseguir la felicidad, sean los best sellers rotundos. Y aun así, cuando preguntamos alrededor a la gente si es feliz y si puede definir aquello que dice tener o no, es más fácil obtener un silencio incómodo fruto de la autoconciencia que una respuesta certera. Además, parece cundir la infelicidad: la ansiedad y el estrés están a la orden del día.
Es curioso, existen tantas respuestas para explicar cómo alcanzar la felicidad, como pastillas existen en la botica para el dolor de cabeza. Pero últimamente, la ciencia ha alumbrado de manera importante lo que se requiere para alcanzar este estado/sentimiento tan esquivo.
Un estudio de la Universidad de Harvard que siguió las vidas de un grupo de 268 estudiantes desde el año 1938 y por los siguientes 80 años, ha dado grandes respuestas sobre estas interrogantes. El estudio fue tan profundo que siguió las trayectorias de estos hombres no solo en la universidad, sino el desenlace de sus vidas: sus logros y fracasos profesionales, sus relaciones y estado de salud hasta la vejez.
De forma sorprendente, el estudio determinó que no era la inteligencia ni el éxito alcanzado lo que hizo de estas personas más o menos felices, fueron las relaciones que construyeron, y cuán fuertes y felices fueron en ellas, lo que marcó la diferencia en su vida. “La soledad mata. Es tan potente como el tabaquismo o el alcoholismo”, afirmó Robert Waldinger, director del estudio.
Las buenas relaciones, en el sentido de que las personas sepan que realmente cuentan con los otros y son valoradas dentro de ese espacio, es lo fundamental. No tiene que ser todo color de rosa. Las relaciones cercanas de pareja, amistad y con la comunidad, más que el ADN, el dinero o la fama protegen a las personas de la vida y sus avatares.
Pero no todos los filósofos estarían de acuerdo con los hallazgos de este estudio. Para empezar, se preguntarían: ¿esa capacidad de reflexionar sobre nuestra propia felicidad no es precisamente aquello que nos conduce a la infelicidad? Y creo que tendrían razón…
John Stuart Mill no podía haberlo sentenciado mejor: él decía que los seres humanos, a diferencia de los animales, estamos dotados de altos talentos y potencialidades. Pero que, precisamente por ello, éramos seres más infelices. La ecuación funciona así: mientras más capacidades tenemos, más difícil resulta satisfacer las necesidades creadas a partir de esas capacidades. Por lo tanto, la complejidad intelectual y emocional nos conduce a mayores índices de infelicidad. Pero, ¿intercambiaríamos nuestra capacidad de autorreflexión y conciencia por una vida más simple y feliz, más cercana a la de un animal? Improbable. Siempre seremos seres más difíciles de satisfacer, pero nuestra capacidad de introspección resulta ser un camino del que jamás desearemos retornar. “Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”, decía el viejo Mill.
Algunos años después y en Alemania, Nietzsche encontró que la felicidad requería más dosis de frenesí y desenfreno, y no tanto un ejercicio concienzudo de razón. Experiencias extremas, ritos de fiesta repletos de excesos, alcohol, orgías y música, podían acercar al ser humano a una experiencia más intensa de vida y de abandono de ellos mismos. En la experiencia de borrar nuestras fronteras personales y en el olvido de nuestra individualidad, se encontraba aquello que él llamaba la unidad primordial: esos instantes de fusión con otros seres humanos y con el entorno. Experiencia y no razón. Pasiones y excesos, y no equilibrio y bienestar. Sufrimiento y placer en iguales dosis.
Pero quizá la receta más antigua de la felicidad nos la dio Aristóteles en su famosa Ética. Olvidar la alegría y la gratificación instantánea e ir por el camino del balance y del equilibrio para forjar caracteres virtuosos que no caigan en los extremos pasionales, como ruta a la felicidad. No pecar ni en el exceso ni en la deficiencia de las virtudes del carácter, como una disciplina férrea que trae como resultado que, al final de nuestra vida, podamos dar una sentencia final: he sido virtuoso. Alcanzar la felicidad mediante la virtud, porque la fama, el dinero y el honor solo sirven como medios, nunca como fines en sí mismos.
Filósofos o no, está claro que como dice el cliché: la felicidad está en el camino y no el destino. Y que ese camino, como la mayoría de cosas buenas en la vida, requiere de nuestro trabajo y dedicación, aun para dilucidar nosotros mismos la respuesta a esa compleja pregunta sobre la felicidad.